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Sábado 16/03/2019, 11:02:22
Historia de un incha más (Post Largo)
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A mis quince años, conocí el derrumbe. Mi familia cayó desde bien alto y se hizo escombros. Papá, estafado y afectado por el corralito, había quebrado su empresa en 2001 después de cuarenta años de sacrificio. Mamá, en tanto, agonizaba en terapia intensiva tras estrellar su auto contra el guardarraíl de una autopista. Por lo que respecta a mi hermana y a mí, nos tocaba enfrentar un desclasamiento que implicaba saltar los muros del country El Carmen donde vivíamos y el perímetro de uno de los colegios más burgueses de la Argentina: el St. George’s College de Quilmes. Nuestra asistencia a dicha institución no significaba que mis papás tuvieran delirios de grandeza sino que creían fielmente que la educación era el mayor legado que podían dejarnos. Sin embargo, el mundo nos esperaba como un león a su presa, con las fauces bien abiertas.

Un mes antes del 11-S , yo estaba en la casa de un amigo en el country. Un barrio privado habitado por gente de clase media-alta de la zona sur del conurbano, en el que mi familia había construido un caserón.

Esa tarde, cuando sonó el teléfono, creo que con mi amigo Leandro mirábamos un partido del Nacional B en la tele del comedor mientras tomábamos chocolatada. Yo no vivía en esa casa, pero la llamada era para mí. Fue la mamá de Lea la que me abrazó y me apretó la cabeza contra su pecho mientras me desahogaba en un llanto. Que había sido grave, pero que mi mamá iba a estar bien, repetía. Que se había quedado dormida cuando manejaba en la autopista Buenos Aires La Plata, mano a Capital, detallaba. Sin embargo, la verdad era otra, pero yo siempre lo llamé “el accidente”. Lo cierto era que agonizaba en la sala de terapia intensiva de un hospital porteño. Cuando la visité un día más tarde, estaba irreconocible.

De esas horas tengo el recuerdo de un abrazo incondicional e infinito con mi hermana; los dos sentados en un banco cerca de unos árboles del barrio. Nos lamíamos las heridas como perros, sabiendo que lo que viniera lo íbamos a enfrentar juntos. Ese abrazo, para nosotros, traía implícito un pacto.

Lo que sí era una certeza y tenía muy mal a mamá por esos días era que a papá lo había estafado el socio. En verdad, lo venían defraudando hacía mucho tiempo, pero el viejo era un gran negador que nunca pudo enfrentarse al costo emocional de haber sido estafado por su gente de confianza. Pero esta vez era 2001 y el país atravesaba una de las peores crisis económicas de su historia. Papá ya no era un pibe; tenía sesenta y nueve años. No se pudo levantar más.



Cambio de vida

Mundos íntimos. Crecí como chico rico hasta que mi familia quebró y aprendí qué significa ganarse el pan y pisar el barro
Del country a un cuarto alquilado. Dejó el exclusivo colegio privado, vivió la separación de sus padres y buscó una nueva forma de ganarse la vida. Hoy -asegura- daría todo por volver a la cancha con su viejo.
DANIEL BLANCO GÓMEZ

16/03/2019 - 3:40 Clarin.comSociedad
Mundos íntimos
A mis quince años, conocí el derrumbe. Mi familia cayó desde bien alto y se hizo escombros. Papá, estafado y afectado por el corralito, había quebrado su empresa en 2001 después de cuarenta años de sacrificio. Mamá, en tanto, agonizaba en terapia intensiva tras estrellar su auto contra el guardarraíl de una autopista. Por lo que respecta a mi hermana y a mí, nos tocaba enfrentar un desclasamiento que implicaba saltar los muros del country El Carmen donde vivíamos y el perímetro de uno de los colegios más burgueses de la Argentina: el St. George’s College de Quilmes. Nuestra asistencia a dicha institución no significaba que mis papás tuvieran delirios de grandeza sino que creían fielmente que la educación era el mayor legado que podían dejarnos. Sin embargo, el mundo nos esperaba como un león a su presa, con las fauces bien abiertas.

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Distintas formas de aprender el valor del dinero
SOCIEDAD
Un mes antes del 11-S , yo estaba en la casa de un amigo en el country. Un barrio privado habitado por gente de clase media-alta de la zona sur del conurbano, en el que mi familia había construido un caserón.

Ideal. Felices, sin nubarrones que los acecharan.

Esa tarde, cuando sonó el teléfono, creo que con mi amigo Leandro mirábamos un partido del Nacional B en la tele del comedor mientras tomábamos chocolatada. Yo no vivía en esa casa, pero la llamada era para mí. Fue la mamá de Lea la que me abrazó y me apretó la cabeza contra su pecho mientras me desahogaba en un llanto. Que había sido grave, pero que mi mamá iba a estar bien, repetía. Que se había quedado dormida cuando manejaba en la autopista Buenos Aires La Plata, mano a Capital, detallaba. Sin embargo, la verdad era otra, pero yo siempre lo llamé “el accidente”. Lo cierto era que agonizaba en la sala de terapia intensiva de un hospital porteño. Cuando la visité un día más tarde, estaba irreconocible.

De esas horas tengo el recuerdo de un abrazo incondicional e infinito con mi hermana; los dos sentados en un banco cerca de unos árboles del barrio. Nos lamíamos las heridas como perros, sabiendo que lo que viniera lo íbamos a enfrentar juntos. Ese abrazo, para nosotros, traía implícito un pacto.

Lo que sí era una certeza y tenía muy mal a mamá por esos días era que a papá lo había estafado el socio. En verdad, lo venían defraudando hacía mucho tiempo, pero el viejo era un gran negador que nunca pudo enfrentarse al costo emocional de haber sido estafado por su gente de confianza. Pero esta vez era 2001 y el país atravesaba una de las peores crisis económicas de su historia. Papá ya no era un pibe; tenía sesenta y nueve años. No se pudo levantar más.


Él era un prestigioso empresario frutihortícola, muy respetado por su trayectoria, su honestidad y su espíritu generoso. Hijo de un panadero español y una ama de casa argentina, tuvo que salir a trabajar desde los doce años cuando su padre quedó postrado por unas úlceras en el estómago.

Con apenas sexto grado, comenzó cebando mates en el Mercado Central. Logró destacarse por más de cuarenta años -ya no cebando mate- como empresario en el rubro y obtener el reconocimiento de sus colegas a fuerza de voluntad e inteligencia para salir adelante en un país en el que aún había oportunidades.

Recuerdo que algunos sábados por la mañana papá preparaba las bicis en el garaje de casa para salir a pedalear. Un poco de aire en las ruedas, grasa en la cadena y una prueba para ver cómo funcionaban los frenos le alcanzaba. Yo tenía que estirar bien las puntas de los pies para no caerme. Él, a pesar de su edad, mantenía un estado atlético que muchos le preguntaban cómo lograba.

Para salir del country El Carmen en Berazategui, donde vivíamos, teníamos que atravesar un sendero de unos dos kilómetros de asfalto hasta la garita de seguridad. Pero antes había que convencer a mamá que, por el riesgo, ponía ciertos reparos.

El fútbol era otra de las cosas con las que papá podía irritar a mamá. Sobre todo aquellos días que no tenía manera de hacernos faltar a la cancha de Independiente: los que jugábamos contra Racing. Ahí también salía, de boca de mamá, pero repetida, la palabra riesgo. El viejo, que era fanático, me había hecho socio de chiquito. Él lo era desde hacía más de cincuenta años y el club se lo reconocía con un carnet con la leyenda “Bodas de Oro”.

En verano me gustaba acompañarlo al trabajo. Primero un día, después dos seguidos. Al segundo verano ya lo acompañaba cuatro de cada cinco días, y solamente porque mamá reclamaba el siguiente para ella y mi hermana. El Mercado Central era un lugar hostil, o por lo menos contrastaba con los escenarios en los que solía moverme en mi adolescencia, el country, con todas sus comodidades y extravagancias. Sin embargo, me sentía bien en el Mercado. Lo encontraba igualador y despojado de ese rictus pretencioso de algunos vecinos.

Lo que más recuerdo de esas jornadas de “trabajo” entre bolsas de papa apiladas en galpones llenos de tierra eran los almuerzos con los peones. Papá me daba plata para comprar comida y yo volvía con “sánguches” de milanesa, papas fritas y gaseosas. Compartía todo con ellos entre gastadas por ser de tal o cual club y otras cosas de las que se reían pero que yo, todavía, no comprendía. En esos días aprendí que todos éramos iguales. Que la plata no hace mejor o más importante a las personas.

El derrumbe económico que desclasó a mi familia trajo aparejado algo más grave: el deterioro de la salud de mis viejos, de su matrimonio y de todo tipo de certeza en cuanto a seguir un rumbo. Papá, de todos modos, apostó hasta el último minuto a su trabajo, a sostener su reputación y su buen nombre.

La crisis para mí implicó cambiar tres veces de colegio en tres años, irme del country donde había construido grandes amistades y experimentar una serie de mudanzas forzadas. Primero sólo con papá a un cuartito que le alquiló una señora en Berazategui. Habíamos intentado en una pensión, pero salía más cara. No teníamos más que un colchón, una mesa y dos o tres sillas. Me acuerdo que era la época del Mundial de Corea y Japón, en el que nos volvimos en primera ronda por los caprichos de Bielsa después de ganarle a Nigeria, perder con Inglaterra y empatar con Suecia, cuestiones que encajaban perfectamente con nuestra situación. El fútbol era una de las grandes pasiones que me había transmitido mi viejo, y por supuesto que los domingos de platea para ver al Rojo en Avellaneda ya no eran posibles.

El 2003 lo empecé viviendo con mamá en un departamento que alquilaba en Recoleta con la plata que le había pagado el seguro por “el accidente”. Después de varias operaciones de columna y una larga rehabilitación tanto psicológica como física, mamá empezaba a darse otra oportunidad. Primero, reconciliándose con papá; luego, volviendo a vivir juntos. El proyecto personal venía acompañado del último intento de rearmar la economía familiar.

Con la poca plata que papá no había llegado a poner para salvar su empresa y que recuperó al tiempo, compraron un puesto de diarios en avenida Santa Fe y Larrea. Ninguno de nosotros lo hubiese imaginado, pero duró tan solo un año y medio. Ellos ya no estaban para poner el cuerpo y todo terminó en una mala administración que los hizo replantearse las prioridades: o vendían el puesto de diarios o dejaban pasar la última chance de asegurarse un techo. Sí, de tenerlo todo a quedarse con casi nada.

Tras una corta experiencia como canillitas, mis papás compraron una casa en Villa Caraza, Lanús. Había que reconfigurarse, reconstruirse, pero sobre todo encontrar un punto de partida, un nuevo suelo en el cual hacer pie. Mamá empezó a hacer changas como pedicura, que de changas pasaron a ser la entrada de la casa. Fueron varios así. El viejo, ya con setenta y seis años, cobraba la jubilación mínima.

A partir de ese momento empecé a trabajar en un puesto en el Mercado de Avellaneda. Mi cargo implicaba atender al público y barrer constantemente los pisos. Otra vez estaba a la par con los peones, pero ya no era el hijo del patrón. Ahora sí lo veía como un mundo marginal, conformado principalmente por los corridos del sistema y por mí.

Pisar el barro, hacer catarsis y encontrar el norte no fue fácil. La primera soga para salir del pantano llegó con la literatura. Un trabajo en una librería en Recoleta y el reencuentro con los libros que tanto me habían acompañado de chico fueron las primeras estrellas de un cielo que había estado encapotado por mucho tiempo. Vivía un desclasamiento que me obligaba a reencontrarme, a hacerme miles de preguntas para poder avanzar.

Tiempo más tarde inicié la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) pensando en ser periodista. No obstante, por mi propia experiencia y una conducta repetitiva, no lograba sostener los proyectos a largo plazo. No tenía un plan. ¿Acaso alguien puede tenerlo?

Mi hermana se había independizado de la familia a sus dieciocho años. Yo, mientras tanto, seguía viviendo en Lanús, entre mates con mi viejo y la acetona de los quitaesmaltes de mamá, que estaban por toda la casa, aferrada a las paredes. Los años turbulentos empezaban a quedar atrás y, si bien no teníamos un rumbo fijo, habíamos conseguido cierta estabilidad. Hubo tiempos más bellos, pero como dijo alguna vez Sartre, este era el nuestro y no lo queríamos malgastar. Sin embargo, eso fue lo que faltó. Tiempo. Para disfrutarlos. A ellos, a mi abuelo, que en 2006 murió de una rara enfermedad en la sangre una semana después de terminar de edificar, con la plata que le había pagado el Estado tras un juicio de más de diez años, su casa junto a mi abuela.  Y también a papá, que dos años más tarde, derrotado pero en paz, murió de un aneurisma en el estómago.

Otra vez sonaba el teléfono y nos volvía a reunir a mi hermana y a mí. En esta ocasión, en la puerta de la clínica modelo de Lanús. Horas más tarde, vimos cómo sacaban en camilla a papá de una ambulancia.

El tiempo se le salía del cuerpo a mi faro, a mi maestro de la vida y al ser más noble y generoso que conocí. El médico a cargo nos dio a elegir entre una operación con grandísimas chances de que papá no la superara, e incluso la sufriera, o dejarlo ir sin el manoseo que implicaba una cirugía. Decidimos conscientes de lo pleno que había vivido casi toda la vida. Era su hora de descansar.

Hoy, ya recibido de periodista, escribo en un diario especializado en economía, cosa que nunca hubiese imaginado. Él tal vez sí. Mucho se lo debo a mamá, a su resiliencia y a su resurrección. También al pacto que sellé en aquel abrazo que nos dimos con mi hermana, muchos años atrás y que nos permitió resurgir de las cenizas.

Atravesar este camino me enseñó a ser humilde y valiente, a esforzarme y a darme cuenta que nuestro verdadero capital siempre fue la familia.

Además de su recuerdo para siempre, me quedaron muchas cosas pendientes con papá: que me vea hoy armando mi propia familia y habiendo superado viejas heridas. Me encantaría tenerlo aunque sea un día, contarle que con Pili, mi compañera de vida, nos compramos con mucho esfuerzo y con un crédito hipotecario nuestra propia casa. Llevarlo a la cancha de Independiente, ese club al que tanto amó. Que leyera las notas que hoy escribo en los diarios que él solía leer. Por qué no, también, comprarle una bici, levantarnos temprano, prepararlas, salir a la ruta y detenernos en algún lugar tranquilo, abrazarlo y decirle gracias.

Sábado 16/03/2019, 12:48:44
270 Posts - 54 Puntos
https://www.clarin.com/sociedad/mundos-intimos-creci-chico-rico-familia-quebro-aprendi-significa-ganarse-pan-pisar-barro_0_aYJBRskHA.html
Sábado 16/03/2019, 12:57:56
5190 Posts - 1105 Puntos
Hermosas historias.
Sábado 16/03/2019, 13:05:36
54717 Posts - 20172 Puntos
No hay nada que se aprenda mejor y se valore mas que aquello que nos duele aprender...
Sábado 16/03/2019, 16:52:46
1377 Posts - 88 Puntos
Anecdota : Peon de mudanza , haciamos mucho en el country abril , ni un vaso de agua te dan esas ratas son las peores , el 80%
En las buenas yo te sigo , te sigo a donde vas y en las malas te juro que nunca te voy a dejar!!! Gracias por todo Ariel Holan. Hasta pronto!!!!!
Sábado 16/03/2019, 18:26:00
44550 Posts - 10563 Puntos
Escrito por damishoCAI

Anecdota : Peon de mudanza , haciamos mucho en el country abril , ni un vaso de agua te dan esas ratas son las peores , el 80%
En los countrys viven COMISARIOS CORRUPTOS, NARCOS y POLÍTICOS , mezclados con gente de negocios con malos hábitos y muy mala educación ...Cultores de la "MERITOCRACIA", que se cagan en el prójimo ...JAMÁS VIVIRÍA EN UN LUGAR DE MIERDA COMO ESE !!!..
Es preferible vivir en un barrio POBRE ( NO VILLAS ni ASENTAMIENTOS , QUE SON , POR LO GRAL , REFUGIOS DE SABANDIJAS Y VAGOS ) ...Allí los vecinos te conocen y existe la llamada SOLIDARIDAD o "GAUCHADA ", no digo con todos pero si con unos cuantos vecinos que nos conocemos de 30 y hasta 50 años de convivir en la misma cuadra  ...
Yo debo ser uno de los más indigentes de mi barrio que siempre fué de clase media media y media baja (siempre existe algún vecino aislado que "desentona" siendo de clase media alta , .... es"como una mosca en la sopa" ) .Hoy en día, pero no se nota tanto porque heredé la casa de mis viejos y me ven salir a laburar , poco, pero salgo ....(La situación espantosa de hoy no ayuda para nada ) ...
...
Sábado 16/03/2019, 18:48:05
44550 Posts - 10563 Puntos
Escrito por Maquinholan

A mis quince años, conocí el derrumbe. Mi familia cayó desde bien alto y se hizo escombros. Papá, estafado y afectado por el corralito, había quebrado su empresa en 2001 después de cuarenta años de sacrificio. Mamá, en tanto, agonizaba en terapia intensiva tras estrellar su auto contra el guardarraíl de una autopista. Por lo que respecta a mi hermana y a mí, nos tocaba enfrentar un desclasamiento que implicaba saltar los muros del country El Carmen donde vivíamos y el perímetro de uno de los colegios más burgueses de la Argentina: el St. George’s College de Quilmes. Nuestra asistencia a dicha institución no significaba que mis papás tuvieran delirios de grandeza sino que creían fielmente que la educación era el mayor legado que podían dejarnos. Sin embargo, el mundo nos esperaba como un león a su presa, con las fauces bien abiertas.

Un mes antes del 11-S , yo estaba en la casa de un amigo en el country. Un barrio privado habitado por gente de clase media-alta de la zona sur del conurbano, en el que mi familia había construido un caserón.

Esa tarde, cuando sonó el teléfono, creo que con mi amigo Leandro mirábamos un partido del Nacional B en la tele del comedor mientras tomábamos chocolatada. Yo no vivía en esa casa, pero la llamada era para mí. Fue la mamá de Lea la que me abrazó y me apretó la cabeza contra su pecho mientras me desahogaba en un llanto. Que había sido grave, pero que mi mamá iba a estar bien, repetía. Que se había quedado dormida cuando manejaba en la autopista Buenos Aires La Plata, mano a Capital, detallaba. Sin embargo, la verdad era otra, pero yo siempre lo llamé “el accidente”. Lo cierto era que agonizaba en la sala de terapia intensiva de un hospital porteño. Cuando la visité un día más tarde, estaba irreconocible.

De esas horas tengo el recuerdo de un abrazo incondicional e infinito con mi hermana; los dos sentados en un banco cerca de unos árboles del barrio. Nos lamíamos las heridas como perros, sabiendo que lo que viniera lo íbamos a enfrentar juntos. Ese abrazo, para nosotros, traía implícito un pacto.

Lo que sí era una certeza y tenía muy mal a mamá por esos días era que a papá lo había estafado el socio. En verdad, lo venían defraudando hacía mucho tiempo, pero el viejo era un gran negador que nunca pudo enfrentarse al costo emocional de haber sido estafado por su gente de confianza. Pero esta vez era 2001 y el país atravesaba una de las peores crisis económicas de su historia. Papá ya no era un pibe; tenía sesenta y nueve años. No se pudo levantar más.



Cambio de vida

Mundos íntimos. Crecí como chico rico hasta que mi familia quebró y aprendí qué significa ganarse el pan y pisar el barro
Del country a un cuarto alquilado. Dejó el exclusivo colegio privado, vivió la separación de sus padres y buscó una nueva forma de ganarse la vida. Hoy -asegura- daría todo por volver a la cancha con su viejo.
DANIEL BLANCO GÓMEZ

16/03/2019 - 3:40 Clarin.comSociedad
Mundos íntimos
A mis quince años, conocí el derrumbe. Mi familia cayó desde bien alto y se hizo escombros. Papá, estafado y afectado por el corralito, había quebrado su empresa en 2001 después de cuarenta años de sacrificio. Mamá, en tanto, agonizaba en terapia intensiva tras estrellar su auto contra el guardarraíl de una autopista. Por lo que respecta a mi hermana y a mí, nos tocaba enfrentar un desclasamiento que implicaba saltar los muros del country El Carmen donde vivíamos y el perímetro de uno de los colegios más burgueses de la Argentina: el St. George’s College de Quilmes. Nuestra asistencia a dicha institución no significaba que mis papás tuvieran delirios de grandeza sino que creían fielmente que la educación era el mayor legado que podían dejarnos. Sin embargo, el mundo nos esperaba como un león a su presa, con las fauces bien abiertas.

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Distintas formas de aprender el valor del dinero
SOCIEDAD
Un mes antes del 11-S , yo estaba en la casa de un amigo en el country. Un barrio privado habitado por gente de clase media-alta de la zona sur del conurbano, en el que mi familia había construido un caserón.

Ideal. Felices, sin nubarrones que los acecharan.

Esa tarde, cuando sonó el teléfono, creo que con mi amigo Leandro mirábamos un partido del Nacional B en la tele del comedor mientras tomábamos chocolatada. Yo no vivía en esa casa, pero la llamada era para mí. Fue la mamá de Lea la que me abrazó y me apretó la cabeza contra su pecho mientras me desahogaba en un llanto. Que había sido grave, pero que mi mamá iba a estar bien, repetía. Que se había quedado dormida cuando manejaba en la autopista Buenos Aires La Plata, mano a Capital, detallaba. Sin embargo, la verdad era otra, pero yo siempre lo llamé “el accidente”. Lo cierto era que agonizaba en la sala de terapia intensiva de un hospital porteño. Cuando la visité un día más tarde, estaba irreconocible.

De esas horas tengo el recuerdo de un abrazo incondicional e infinito con mi hermana; los dos sentados en un banco cerca de unos árboles del barrio. Nos lamíamos las heridas como perros, sabiendo que lo que viniera lo íbamos a enfrentar juntos. Ese abrazo, para nosotros, traía implícito un pacto.

Lo que sí era una certeza y tenía muy mal a mamá por esos días era que a papá lo había estafado el socio. En verdad, lo venían defraudando hacía mucho tiempo, pero el viejo era un gran negador que nunca pudo enfrentarse al costo emocional de haber sido estafado por su gente de confianza. Pero esta vez era 2001 y el país atravesaba una de las peores crisis económicas de su historia. Papá ya no era un pibe; tenía sesenta y nueve años. No se pudo levantar más.


Él era un prestigioso empresario frutihortícola, muy respetado por su trayectoria, su honestidad y su espíritu generoso. Hijo de un panadero español y una ama de casa argentina, tuvo que salir a trabajar desde los doce años cuando su padre quedó postrado por unas úlceras en el estómago.

Con apenas sexto grado, comenzó cebando mates en el Mercado Central. Logró destacarse por más de cuarenta años -ya no cebando mate- como empresario en el rubro y obtener el reconocimiento de sus colegas a fuerza de voluntad e inteligencia para salir adelante en un país en el que aún había oportunidades.

Recuerdo que algunos sábados por la mañana papá preparaba las bicis en el garaje de casa para salir a pedalear. Un poco de aire en las ruedas, grasa en la cadena y una prueba para ver cómo funcionaban los frenos le alcanzaba. Yo tenía que estirar bien las puntas de los pies para no caerme. Él, a pesar de su edad, mantenía un estado atlético que muchos le preguntaban cómo lograba.

Para salir del country El Carmen en Berazategui, donde vivíamos, teníamos que atravesar un sendero de unos dos kilómetros de asfalto hasta la garita de seguridad. Pero antes había que convencer a mamá que, por el riesgo, ponía ciertos reparos.

El fútbol era otra de las cosas con las que papá podía irritar a mamá. Sobre todo aquellos días que no tenía manera de hacernos faltar a la cancha de Independiente: los que jugábamos contra Racing. Ahí también salía, de boca de mamá, pero repetida, la palabra riesgo. El viejo, que era fanático, me había hecho socio de chiquito. Él lo era desde hacía más de cincuenta años y el club se lo reconocía con un carnet con la leyenda “Bodas de Oro”.

En verano me gustaba acompañarlo al trabajo. Primero un día, después dos seguidos. Al segundo verano ya lo acompañaba cuatro de cada cinco días, y solamente porque mamá reclamaba el siguiente para ella y mi hermana. El Mercado Central era un lugar hostil, o por lo menos contrastaba con los escenarios en los que solía moverme en mi adolescencia, el country, con todas sus comodidades y extravagancias. Sin embargo, me sentía bien en el Mercado. Lo encontraba igualador y despojado de ese rictus pretencioso de algunos vecinos.

Lo que más recuerdo de esas jornadas de “trabajo” entre bolsas de papa apiladas en galpones llenos de tierra eran los almuerzos con los peones. Papá me daba plata para comprar comida y yo volvía con “sánguches” de milanesa, papas fritas y gaseosas. Compartía todo con ellos entre gastadas por ser de tal o cual club y otras cosas de las que se reían pero que yo, todavía, no comprendía. En esos días aprendí que todos éramos iguales. Que la plata no hace mejor o más importante a las personas.

El derrumbe económico que desclasó a mi familia trajo aparejado algo más grave: el deterioro de la salud de mis viejos, de su matrimonio y de todo tipo de certeza en cuanto a seguir un rumbo. Papá, de todos modos, apostó hasta el último minuto a su trabajo, a sostener su reputación y su buen nombre.

La crisis para mí implicó cambiar tres veces de colegio en tres años, irme del country donde había construido grandes amistades y experimentar una serie de mudanzas forzadas. Primero sólo con papá a un cuartito que le alquiló una señora en Berazategui. Habíamos intentado en una pensión, pero salía más cara. No teníamos más que un colchón, una mesa y dos o tres sillas. Me acuerdo que era la época del Mundial de Corea y Japón, en el que nos volvimos en primera ronda por los caprichos de Bielsa después de ganarle a Nigeria, perder con Inglaterra y empatar con Suecia, cuestiones que encajaban perfectamente con nuestra situación. El fútbol era una de las grandes pasiones que me había transmitido mi viejo, y por supuesto que los domingos de platea para ver al Rojo en Avellaneda ya no eran posibles.

El 2003 lo empecé viviendo con mamá en un departamento que alquilaba en Recoleta con la plata que le había pagado el seguro por “el accidente”. Después de varias operaciones de columna y una larga rehabilitación tanto psicológica como física, mamá empezaba a darse otra oportunidad. Primero, reconciliándose con papá; luego, volviendo a vivir juntos. El proyecto personal venía acompañado del último intento de rearmar la economía familiar.

Con la poca plata que papá no había llegado a poner para salvar su empresa y que recuperó al tiempo, compraron un puesto de diarios en avenida Santa Fe y Larrea. Ninguno de nosotros lo hubiese imaginado, pero duró tan solo un año y medio. Ellos ya no estaban para poner el cuerpo y todo terminó en una mala administración que los hizo replantearse las prioridades: o vendían el puesto de diarios o dejaban pasar la última chance de asegurarse un techo. Sí, de tenerlo todo a quedarse con casi nada.

Tras una corta experiencia como canillitas, mis papás compraron una casa en Villa Caraza, Lanús. Había que reconfigurarse, reconstruirse, pero sobre todo encontrar un punto de partida, un nuevo suelo en el cual hacer pie. Mamá empezó a hacer changas como pedicura, que de changas pasaron a ser la entrada de la casa. Fueron varios así. El viejo, ya con setenta y seis años, cobraba la jubilación mínima.

A partir de ese momento empecé a trabajar en un puesto en el Mercado de Avellaneda. Mi cargo implicaba atender al público y barrer constantemente los pisos. Otra vez estaba a la par con los peones, pero ya no era el hijo del patrón. Ahora sí lo veía como un mundo marginal, conformado principalmente por los corridos del sistema y por mí.

Pisar el barro, hacer catarsis y encontrar el norte no fue fácil. La primera soga para salir del pantano llegó con la literatura. Un trabajo en una librería en Recoleta y el reencuentro con los libros que tanto me habían acompañado de chico fueron las primeras estrellas de un cielo que había estado encapotado por mucho tiempo. Vivía un desclasamiento que me obligaba a reencontrarme, a hacerme miles de preguntas para poder avanzar.

Tiempo más tarde inicié la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) pensando en ser periodista. No obstante, por mi propia experiencia y una conducta repetitiva, no lograba sostener los proyectos a largo plazo. No tenía un plan. ¿Acaso alguien puede tenerlo?

Mi hermana se había independizado de la familia a sus dieciocho años. Yo, mientras tanto, seguía viviendo en Lanús, entre mates con mi viejo y la acetona de los quitaesmaltes de mamá, que estaban por toda la casa, aferrada a las paredes. Los años turbulentos empezaban a quedar atrás y, si bien no teníamos un rumbo fijo, habíamos conseguido cierta estabilidad. Hubo tiempos más bellos, pero como dijo alguna vez Sartre, este era el nuestro y no lo queríamos malgastar. Sin embargo, eso fue lo que faltó. Tiempo. Para disfrutarlos. A ellos, a mi abuelo, que en 2006 murió de una rara enfermedad en la sangre una semana después de terminar de edificar, con la plata que le había pagado el Estado tras un juicio de más de diez años, su casa junto a mi abuela. Y también a papá, que dos años más tarde, derrotado pero en paz, murió de un aneurisma en el estómago.

Otra vez sonaba el teléfono y nos volvía a reunir a mi hermana y a mí. En esta ocasión, en la puerta de la clínica modelo de Lanús. Horas más tarde, vimos cómo sacaban en camilla a papá de una ambulancia.

El tiempo se le salía del cuerpo a mi faro, a mi maestro de la vida y al ser más noble y generoso que conocí. El médico a cargo nos dio a elegir entre una operación con grandísimas chances de que papá no la superara, e incluso la sufriera, o dejarlo ir sin el manoseo que implicaba una cirugía. Decidimos conscientes de lo pleno que había vivido casi toda la vida. Era su hora de descansar.

Hoy, ya recibido de periodista, escribo en un diario especializado en economía, cosa que nunca hubiese imaginado. Él tal vez sí. Mucho se lo debo a mamá, a su resiliencia y a su resurrección. También al pacto que sellé en aquel abrazo que nos dimos con mi hermana, muchos años atrás y que nos permitió resurgir de las cenizas.

Atravesar este camino me enseñó a ser humilde y valiente, a esforzarme y a darme cuenta que nuestro verdadero capital siempre fue la familia.

Además de su recuerdo para siempre, me quedaron muchas cosas pendientes con papá: que me vea hoy armando mi propia familia y habiendo superado viejas heridas. Me encantaría tenerlo aunque sea un día, contarle que con Pili, mi compañera de vida, nos compramos con mucho esfuerzo y con un crédito hipotecario nuestra propia casa. Llevarlo a la cancha de Independiente, ese club al que tanto amó. Que leyera las notas que hoy escribo en los diarios que él solía leer. Por qué no, también, comprarle una bici, levantarnos temprano, prepararlas, salir a la ruta y detenernos en algún lugar tranquilo, abrazarlo y decirle gracias.

¡¡¡Que lástima que te olvidaste de escribir la "HACHE "!!!, ....te hubiese dado "un punto" pero por la falta de ortografía, no te doy nada ...

Existen historias más trágicas , absurdas y evitables que esas , como las de HORACIO GARCÍA BLANCO o la del DR RENÉ FAVALORO ...todas víctimas de un CRIMEN IMPUNE = EL NEOLIBERALISMO SALVAJE ..., que ocasiona tantas o más muertes que una guerra ....Muchas de esas víctimas son ANÓNIMAS  ..El "siga siga" del capitalismo ..
...
Sábado 16/03/2019, 18:51:51
44550 Posts - 10563 Puntos
Escrito por sijuliesasi

Hermosas historias.
¿¿DÓNDE LE VES LO " HERMOSO" ?? ...A mi me parece TRÁGICA , .....El que "haya salido a flote" es ADMIRABLE , pero dista bastante de ser HERMOSO ...
...
Sábado 16/03/2019, 19:00:37
3115 Posts - 533 Puntos
Buena historia. Más real de lo que muchos viven.
^
Sábado 16/03/2019, 21:23:48
4652 Posts - 1190 Puntos
Extraño relato, en el 2001 el tenia 15 años y el padre 69 (osea lo tuvo a los 54)

Años mas tarde cuando compran la casa en Villa Caraza tenia 66, que se yo, medio rara la historia
“Esos que la pierden y se quedan con los brazos cruzados no deberían jugar. Así era en el potrero, que fue para mí lo que el paraíso para otros”, repetía Sastre, como si se tratara de una declaración de innegociables principios.
Sábado 16/03/2019, 21:43:32
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Muy buena historia, a veces lo real parece fantasía.

Cómo por ejemplo la inteligencia de Sergio, parece real pero es una gran mentira...
Rojo sos mi vida!!!

Sábado 16/03/2019, 22:11:27
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Escrito por sergio de dominico

Escrito por damishoCAI

Anecdota : Peon de mudanza , haciamos mucho en el country abril , ni un vaso de agua te dan esas ratas son las peores , el 80%
En los countrys viven COMISARIOS CORRUPTOS, NARCOS y POLÍTICOS , mezclados con gente de negocios con malos hábitos y muy mala educación ...Cultores de la "MERITOCRACIA", que se cagan en el prójimo ...JAMÁS VIVIRÍA EN UN LUGAR DE MIERDA COMO ESE !!!..
Es preferible vivir en un barrio POBRE ( NO VILLAS ni ASENTAMIENTOS , QUE SON , POR LO GRAL , REFUGIOS DE SABANDIJAS Y VAGOS ) ...Allí los vecinos te conocen y existe la llamada SOLIDARIDAD o "GAUCHADA ", no digo con todos pero si con unos cuantos vecinos que nos conocemos de 30 y hasta 50 años de convivir en la misma cuadra ...
Yo debo ser uno de los más indigentes de mi barrio que siempre fué de clase media media y media baja (siempre existe algún vecino aislado que "desentona" siendo de clase media alta , .... es"como una mosca en la sopa" ) .Hoy en día, pero no se nota tanto porque heredé la casa de mis viejos y me ven salir a laburar , poco, pero salgo ....(La situación espantosa de hoy no ayuda para nada ) ...

sabes que pasa sergio hoy se ha conformado una nueva clase social que son los pobres " oligarcas" que viven comparandose con los mas humildes o con el pobrerio y entoncers se sienten " mas "...¿ soy claro ? no hay nada peor que el que se cree " burguesito " y se torna indolente ante los prob lemas de los demas, lo mejor de la sociedad lo componen los laburantes y los de la clase media baja y obrera de alli salen los buenos profesionales y cientificos como leloir o favaloro ,tipos que devienen de clase laburante y no burgueses y oligarcas yo vivi 53 años en avellaneda en piñeyro villa porvenir y ahora hace 22 en capital en boedo y no me asimilo y eso que boedo es bien medio pelo pero.... es otra gente.... en mi antigua barriada nos conociamos todos y siempre dabas o recibias una mano, aqui cada cual hace la suya y en el edificio que vivo sos un extraño y los demas lo son para uno,son de otra pasta...me cago en la capital,no hay nada mejor que los barrios,independientemente que ya nada es como antes por la delincuencia y la inseguridad,tal es el punto que me siento un extranjero en mi pais,fijate vos que hoy es una aventura ir a la cancha cuando yo llevaba a mis dos hijos y era una fiesta salvo alguna escaramuza entrer las hinchadas que no pasaba a mayores,que queres que te diga....todo tiempo pasado se dice que era mejor y si....lo era era otra gente,otra forma distinta de pensar y de sentir,y de vivir ssaludos
Sábado 16/03/2019, 23:17:10
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Escrito por e pescau

Extraño relato, en el 2001 el tenia 15 años y el padre 69 (osea lo tuvo a los 54)

Años mas tarde cuando compran la casa en Villa Caraza tenia 66, que se yo, medio rara la historia
La nota salió en Clarín. ..
Todo muy lindo, ahora preguntale a este periodista- economista a quien votó y a quien va a votar.

Duran barba hace y deshace a su antojo.
TIN ,TAN Y TON....LAS ANCLAS DE DOMINICO