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Rey hay uno solo

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Y el Rey dejó de merodear, luego de ese sueño de pesadillas y extrañas historias, mareado de tantas copas que terminaron por confundirlo y entrar en un estado de modorra casi asombrosa. Se despabiló, abrió los ojos y se dispuso a retomar su historia, esa que convive con cada uno de sus súbditos. Tomó su trono y salió a recorrer su ciudad y los alrededores. Entre tantos murmullos y fábulas que hablaban de otro que quería ocupar su reinado, el soberano estalló en ira, sin poder creer que intentaban plagiarlo, menos aún cuando descubrió de quien se trataba.

El Rey apostó pos su historia, dejó de lado los traumas vividos en el último tiempo y decidió salir a buscar su trono, su único e inigualable trono, ese que fue victoreado hasta por los eternos rivales, que fue eco de envidia en cada adversario, que relució por años en la ciudad de Avellaneda, envuelta en la gloria propia de cada uno de sus seguidores. Y así fue el Rey, con sus espaldas bañadas de batallas ganadas, con los hombros anchos de tantas victorias en ranchos ajenos, con la frente alta, producto de esa excelsa historia, rica y lujuriosa, que nació consigo mismo. Recorrió el camino más corto, con sed de venganza y hambre de volver a ser, sacó a relucir sus años ilustres y se paró frente a su enemigo. Ahí estaba el aspirante, agazapado, con los sumos subidos, empachado de elogios irrealistas subidos de tono y preso de una historia en la que siempre aparentó ser más de lo que fue.

El Rey se acordó de cada uno de sus seguidores, elevó su escudo de un rojo reluciente y batalló durante algo más de 90 minutos. Tres golpes certeros dieron de frente en el mentón del adversario, que terminó por rendirse ante el fulgor del eterno Rey, cayó al piso, mansito, desorbitado y con el aliento frío, sabiendo que el Orgullo Nacional estaba de vuelta. Y ahí quedó, casi pidiendo perdón por excederse en su hedionda imitación de querer ser el más grande.

En tanto, el Rey levantó los brazos, miró hacia atrás y festejó con casi cuatro mil seguidores que, sabiendo de su lucha, lo siguieron y vivaron, lo apoyaron y desgarraron sus gargantas pidiendo por su vuelta. Otros millones siguieron el duelo pegados a la radio, elevaron sus oraciones y mirando al cielo agradecieron al Diablo. Suena ilógico, tan ilógico como ese muchacho ignorante que, lejos de nacer de la gloria, parafraseó ser el mejor. Pero la historia volvió a su lugar, se acomodó y juró permanecer para siempre. Mientras, el Rey volvió a su casa con sus fieles, sabiendo que lo augura un futuro mucho más prometedor y que la gloria, esa bendita y extrañada gloria, anda revoloteando cerquita, deshojando la margarita para decidir su vuelta…

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