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Un día Pusinerista

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Jamás deseé que llegara el domingo tan rápido como en esa semana. No era para menos, podíamos consagrarnos campeones, sentir como cada alma roja se elevaba y rozaba los cielos empapándose de gloria.

Todo comenzó el lunes, después de perder con Banfield en la cancha de Vélez, tuvieron que cambiar la localía porque de visitantes explotábamos todas las canchas y la de Banfield no tenía las dimensiones aptas para albergar a tanta marea roja. La derrota pegó duro, heló la sangre, hizo transpirar nervios y hasta me tuve que cambiar algún calzoncillo. La diferencia con Boca, pasaba de ser de seis a solamente tres puntos, faltando únicamente dos partidos por jugar. Y para colmo, los recibíamos el domingo siguiente en la gloriosa Doble Visera de cemento.

El martes fui a la facultad rendido, esperando que mis compañeros bosteros se abusen de mí con cargadas, gestos, gritos y esas pelotudeces que forman parte del folklore del fútbol. El miércoles y el viernes pasó lo mismo. Me la jugué de callado. No sé, en realidad, si fue por no mandarme la parte o por la inquietud y el miedo escénico que me generaba ese partido. El sábado fue atípico. Ni siquiera quise salir con los pibes del barrio. Sabía que me esperaba la rubia en el mismo lugar de siempre, que su novio estaba lejos y era la tranza fija de cada fin de semana. Ni eso me importó. La rubia era fácil, el partido no. Dejé de lado a la blonda y a los amigos, a la cerveza y al vinito, y decidí que lo mejor era concentrarme en ese partido. Me puse a mirar videos, a recordar la gloriosa historia de Independiente. Mi viejo me veía intranquilo y me lo hacía saber, no le di bola, si de seguro que él estaba más cagado que yo. Me fui a dormir tipo once, sabiendo que al día siguiente, tempranito, teníamos la patyada con mi hermano y los pibes de la cancha. Que lindo. Que lindo la puta madre. Era la primera vez que iba a vivir esto tan de cerca, en el 94 era demasiado pichón y no tenía la edad necesaria para darme cuenta que tan importante era el Rojo en mi vida.

La madrugada se consumía y mis ojos eran dos huevos fritos. Pensaba, daba vueltas y me hacía la cabeza. ¿Saldríamos campeones o estos bosteros nos iban a alcanzar? No quería hacerme esa última idea, pero como ya dije, el miedo escénico me generaba pensamientos que no había tenido nunca. Era como que un hincha de Boca me hablaba de adentro. En ese instante mi alma diabólica lo escuchaba y parecía que se trompeaban de lo lindo. Bah, eso pensaba yo de los retorcijones de estómago que tenía.

A las 9 no daba más y me levanté. No me importaba nada, solamente quería ganar ese partido. Cerca de las 10.30, llegaron los pibes. Fuimos hasta un mercadito cercano y compramos las hamburguesas, los tomates, las lechugas, y los aderezos. Algo para tomar, y volvimos cantando. Estábamos todos. Mis viejos, a pesar de que no iban se hicieron amigos del ritual y compartieron con nosotros, Pablo, mi hermano, Pablito, el dueño de la combi con la que recorríamos el sueño de ser campeones y Ale, mi primo que se vino de Estados Unidos para ver al Rojo campeón, un pibe que hasta el día de hoy no recuerdo el nombre, era de Mar del Plata y amigo de mi primo. También estaba Guille, amigo de mi hermano y por ende mío, el viejo de Pablito y yo. Mientras los paty se asaban, nosotros cantábamos, nos reíamos, jodíamos.

Pablito trajo su bandera de 20 metros de largo por 5 de ancho, un lujo ese trapo. Lo atamos por todos lados y mientras comíamos cantábamos: “Que vamo´ a salir campeones, que vamos a salir campeón…”, ese era el hit. Creo que todos comulgamos la misma idea. Comimos rapidísimo y tipo 12 ya nos queríamos ir.

El calor era insoportable, pero estaba bueno a la vez para ir con las puertas de la combi abierta, los trapos de palo en la mano y sacar los cuerpos agitando por los colores. Se subieron todos. Yo fui el último. Me rezagué por darme un abrazo interminable con mis viejos y escuchar a mi papá diciéndome: “Vamos carajo eh, canten todo el partido”. Se me caían las lágrimas. El viejo por diferentes motivos no podía ir. Me subí y empezó la fiesta. Eran cantos y cantos. Gargantas que ya raspaban, pero el canto, aparte de fanatismo, escondía otra cosa: era una liberación de tensiones, entonces, se cantaba con la vida y el alma encandilada por la gloria..

Recorrimos Monte Grande, Guillón, Llavallol, hasta llegar a Avenida Pavón. Y ahí si, la fiesta fue completa. Decenas de autos con estandartes rojos, bocinas, otras combis como la nuestra con tres tiros, le daban a todo un marco especial. Uno ya podía imaginar que ese día iba a ser increíble, inolvidable. Mi voz ya no daba más. Se desgarraba con cada grito, pero a mi me daba igual. Nos mirábamos con mi hermano y nos reíamos, como diciendo: “Loco, mirá lo que estamos viviendo”. Aunque no lo dijimos, los dos pensábamos que esto era un sueño.

Cuando llegamos, y nótese que no dije: “cuando por fin llegamos”, porque ese viaje era hermoso y no me importaba llegar en una, dos o diez horas, mientras llegue obviamente a tiempo para el partido, eran las 14, faltaban tres horas para el comienzo. Una eternidad. Igualmente, el que fue a esa hora no me va a dejar mentir, la visera estaba en un 80%. Era fascinante, estremecedor. Más aún cuando empezaron a llegar los bosteros y ya teníamos algo viviente ahí enfrente para insultar y descargarse. No tomen esto como un gesto de violencia, sino como parte del bienvenido folklore del fútbol. Me refiero a los insultos sanos. Bueno, es lo que intento describir, no hay insultos sanos en realidad, pero ya haré un cuento donde hablaré de eso.

Me acuerdo cuando llegó la barra. Una fiesta impresionante, colosal, conmovedora. Y también cuando llegó la doce, cantando: “No importa en que cancha juguemos…”. Que clima mamita querida, era terrible. A todo esto el calor era insoportable y la multitud de gente sin igual. El éxtasis que me producía ver a tanta gente sintiendo lo mismo que yo, era simplemente único. Sinceramente era un polvo maravilloso. Mejor que el que me hubiese podido dar la rubia el día anterior. Y eso que estaba buena.

El reloj marcaba las 17 menos diez minutos. Yo no daba más, nadie daba más. Los nervios me consumían, nos abrazábamos con mi hermano y nuestros ojos se iluminaban, sentíamos que ese podía ser el gran día. Y nosotros ahí, juntos, como siempre.

Cuando los rulos del Gaby (Milito) asomaron por la manga inflable, fue atronador. Inimaginable, todos saltaban, el cemento cobraba vida y también se movía al ritmo de la gente. El humo intoxicaba los pulmones y las fosas nasales, pero las ganas de campeonar eran más y las voces seguían retumbando. Los papeles, cortados o en cintas, le daban a la cancha un paisaje grandilocuente, fachendoso. Los once rojos que nos representaban estaban ahí. Y el gran Américo Gallego, con su chomba blanca, se relamía de campeonato.

Cuando salió Boca, utilicé mis cuernos, me toqué el testículo izquierdo, mufé por dentro. Hasta que fui parte de la mejor puteada popular de la historia, a mi entender. “Cascini, hijo de puta, la puta que te parió, Cascini, hijo de puta, la puta que te parió”, fue excelso e ilustre. Todo el estadio lo puteó, menos los bosteros, obvio. Las tensiones llegaban a su pico máximo, sabía que con el pitazo inicial comenzarían a desaparecer. Ni en pedo fue así. Boca nos metió contra un arco. Tevez, apenas un gurrumín en ese entonces, desbordaba y no paraba de encarar. El negro Castagno Suárez apelaba a las patadas para pararlo un poco. Yo hubiera hecho lo mismo. El Chelo Delgado hacía lo que quería con Eluchans y el Mellizo me hacía cagar en las patas cada vez que tocaba la pelota. El Rojo estaba partido. No había juego, no había alguien que agarre la pelota. No había actitud. Todos estábamos preocupados. Las tensiones volvieron, los dolores de estómago también. Me aferré a la estampita del Gauchito Gil y empecé a rezar para que los jugadores se despabilaran. En eso, de un rebote en Franco, la pelota salió despedida al vértice izquierdo del área chica y Barros Schellotto la empujó a la red. Sólo se escuchó lo más horrible que un hincha puede escuchar: el grito de gol de la tribuna de enfrente. Es como sentir un mazazo en el medio de la cara, te deja al borde del abismo. Y al equipo lo dejó grogui. Independiente estaba para el cachetazo. Se me heló la sangre cuando Cascini casi entierra los insultos con un remate que besó el palo derecho de Leo Díaz, o cuando Delgado tuvo la gloria en sus pies, pero su tiro se elevó como mi oración al cielo. No dábamos más. Gallego no salía del banco, la gente estaba paralizada. Era lógico. Habíamos ido a una fiesta y nos encontramos con que la fiesta la hacía el enemigo. En ese momento quería estar adentro de un placard y no saber nada de fútbol, o ser uno de esos ñoños estudiosos y estar atado a un libro de Anatomía Humana, reviendo los ligamentos de la rodilla. Pero esa palabra me hacía acordar de Cascini y las ganas de rompérselos que tenía. Y al Mellizo también. A Schiavi, a Abondancieri (en ese momento sin su apellido itálico), a todos. Pero también quería estar en el vestuario del Rojo para darle la charla técnica, que simplemente sería un: “La puta que los parió, tanto esfuerzo para qué, rómpanse el orto por ustedes, su familia y por esta gente”. En realidad con ese ánimo no podía motivar a nadie. Quería que el entretiempo durase un día. Que el partido siga en un mes, que se yo. Nadie hablaba en la cancha, eran todas miradas atónitas, perdidas, sin rumbo, sin felicidad. Rostros desencajados que demostraban el actual momento. Cuando me di cuenta, ya estaba el equipo otra vez en la cancha. Y otra vez, me aferré al Gauchito.

Lo vi al Tolo, con una chomba negra ahora, para que cambie un poco la sal. Noté a los jugadores con otra actitud, pero el juego era malo. Boca, en cada contra, tenía medio gol a favor. Se consumía mi vida, juro que lo sentía. No quiero ser demagogo ni mucho menos, pero seguramente vos sentiste lo mismo. Mis piernas se aflojaban, mis manos temblaban, mi estómago crujía y mi cabeza explotaba. Faltaban diez minutos, que para ese entonces eran 20 segundos.

Pablito, el dueño de la combi, se sacó la “polera negra de los milagros” de la cintura y se la puso arriba de la camiseta. No le importaban los 50 grados de sensación térmica que hacían en la Visera. Mi hermano dejó el escalón de abajo y se subió al mío. Me dio un abrazo y empezó a frotarme el hombro izquierdo. Yo lo miraba sin decirle nada. Faltaban cinco. Una lágrima se me escapaba y, mirando otros rostros, sabía que no era el único que lloraba. No teníamos ideas, que lo parió.

43 minutos. Milito agarró la pelota atrás de la mitad de cancha. Dejó en el camino a dos jugadores de Boca, y entrando al área grande, abrió para Rivas. El pibe que había puesto el Tolo tiró el centro y ahí apareció Pusineri. Juro que fue una especie de ángel que lo elevó, lo sostuvo y le dio la dirección al cabezazo. Lucas estaba muerto, no daba más. No se que serafín bendito fue el que lo ayudó, o si simplemente fue Dios el que hizo justicia. La pelota fue a besar la red, la gloria nos vino a abrazar a nosotros, los rojos. Automáticamente gritaba el gol y lloraba, me abracé a mi hermano, fue el abrazo más fuerte que nos dimos en toda nuestra vida, el más emotivo, el más gozoso. Nos abrazábamos todos, todos lloraban, todos reían, todos puteaban, todos idolatraban a Pusineri. Todos éramos Pusineri. Todos metimos ese gol. Justo vos Pusi, que dejaste tus calambres terminantes para canjear dolores por un goce monstruoso. Corazón de león, batallador de campañas suicidas. “Vamos Rojo, vamos, ponga huevo que ganamos”, era ensordecedor, fragoso, resonante. Si el partido seguía un ratito más lo ganábamos. Pero ya era demasiado pedir.

El silbatazo final de Baldassi, fue otra explosión más. Los saltos de la gente hacían vibrar el cemento, las banderas flameaban exaltadas, las gargantas se rompían gritando por el Rojo, cargando a los bosteros. Ver a Milito festejando, me volvió a hacer llorar. La alegría era descomunal. Estábamos a un partido de la gloria infinita (a la cual luego llegamos).

La vuelta a casa fue una orgía de festejos. Fue a puro canto, la combi era un samba. Se movía para todos lados. Nos bajamos en la Autopista, en el peaje de $0,70, y desplegamos la bandera de 20 metros, hasta que un policía, seguro bostero, nos hizo subir a la camioneta. Llegué a casa para lo que más quería, abrazar a mi viejo y fundirnos los dos en uno, saltando de emoción. No lloré porque se como es papá, duro como una piedra. Pero horas después, cuando lo recordaba, me brotaba el llanto solo. Lo mismo que me pasa hoy.

Gracias San Lucas, gracias Tolo, gracias también a tu chomba negra, gracias Gauchito (cumplí mi promesa y fui a Corrientes a su santuario), gracias polera de Pablito. Y sobretodo, gracias Viejo y gracias hermano por hacerme del glorioso CLUB ATLÉTICO INDEPENDIENTE…

“Olé olé, olé olé ola, de Pusineri no se olvidan nunca más…”

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