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El vía crucis

Si me preguntan si fui a la cancha no tengo ni el más mínimo miedo de decir que no. La explicación a esa respuesta no se encuentra en una enfermedad, ni en una imposibilidad, simplemente se encuentra en el corazón. Sí, ya sé, es Independiente, es mi pasión, pero no me siento representado. Muchos dirán: “Yo voy porque Independiente nos necesita”. Se valora, y se respeta. Pero en realidad, lo que necesita nuestra institución no es aliento; es cordura, razón de ser, seriedad y, sobre todo, memoria.

¿Qué alentamos? Resulta que a muchos les avergüenza que nos digan amargos. ¿Qué nos afecta? Si por lo que se caracterizó este club fue por el idealismo, por tratar de ser los mejores: siempre. Si a eso le quieren decir amargura, allá ellos. Todos queremos ser campeones, pero cuando no se puede, al menos buscás encontrar la alegría en otras cuestiones. Hoy, ¿qué tenemos para sentirnos orgullosos? Sólo un escudo, el más hermoso del mundo, que nos representa y una vasta y gloriosa historia. Nada más.

No tenemos seriedad dirigencial, el entrenador se mareó, los jugadores no responden. Si a todo ese mareo nos sumamos nosotros, ¿Cómo se salva Independiente? No hay respuestas, solamente miradas desencontradas, desencajadas, gestos de tristeza y un vacío emocional insoportable. Ya va más allá de la calentura como simpatizantes. En mi pecho, personalmente hablando, siento una cruel y profunda desolación. Un abatimiento escalofriante.

Y nadie se hace cargo. Seguimos hablando de promesas incumplidas, de cuentos de hadas que solo ocurren en los sueños. En la vida real, nos toma la leche el gato. El presente es meramente insoportable. Sólo queda el dolor de seguir vivos, como dice esa hermosa letra de La Vela Puerca, “que es lo bueno que tiene el dolor”. Se necesita unión, pero imposible, porque todos entendemos el fútbol de forma distinta y la pasión siempre se mide en otras unidades en cada ser humano. Alguno podrá coincidir, otro no, y, otros tantos, ni siquiera un poco.

Esta columna no trata de ni ofender ni de dirimir. Ni siquiera de marcar pauta. Sólo exime, desde sus entrañas, como me siento yo, como hincha de Independiente. Como un simple flaco, como cualquier otro, de casi 27 años que nació con la 10 de Bochini en la espalda e imaginaba, en algún pique corto de potrero, ser Alfaro Moreno por un rato. Un simple pibe que de pendejo le contaron lo enorme que es Independiente. Que tuvo dirigentes honestos que compraban por dos mangos y vendían por miles. Que tuvo jugadores que se desgarraban la piel para ganar partidos, que sus hinchas, si no se sentían identificados, dejaban de ir a la cancha; no por amargura, sino por sentido común e idiosincrasia, en forma de protesta, de que se entienda lo que buscaban: la perfección.

¿Qué nos pasó? ¿A dónde vamos? ¿Por qué caminos nos llevan? Preguntas y más preguntas que me reformulo y, un estado de tristeza y oscuridad, no me permiten contestar. No encuentro respuestas, no las tengo ni sé dónde buscarlas, porque no hay catarsis, no hay una autocrítica que nos de un cachetazo despabilador. Hoy, llevamos la cruz. Pesa millones de kilos. Volvimos a caer, seguimos a los tumbos, tropezando, rengueando. Ni siquiera se ve la fuerza de voluntad para querer levantarse. Tenemos la mandíbula floja. Queda en nosotros ver si podemos resistir. Queda en ellos ver si pueden resucitar este cuerpo sin alma. Lo que más miedo me da es que, como le pasó a Jesús, haya que morir para ver la luz de nuevo.

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