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IR Podcast #2 – El abrazo esperado

¡Escuchalo en Spotify! Texto de Martín Deimundo Vigil -hijo-.

La ansiedad lo invade y le empieza a ganar el pulso. Inclina la cabeza, se arremanga la arrugada camisa blanca y se afloja la corbata roja que lo sofoca. Con la palma de su mano se acomoda un poco el flequillo, humedecido por el sol de diciembre que se filtra por la ventana.

Recostado con evidente hastío sobre su silla de oficina, mira el reloj analógico que tiene justo enfrente de sus ojos, por encima de la computadora de su compañero, con un movimiento rápido que le permite asimilar que todavía restan un par de horas para la vuelta a casa, pero con la sutileza necesaria como para que su jefe no lo detecte.

De a poco el joven minimiza los avatares del día y todo lo que sucede en la oficina tiene cada vez menos importancia.

Intenta cumplir con sus menesteres y responsabilidades.

Su mente, ya despreocupada, navega en sus recuerdos de días de cancha, los más próximos en el tiempo, también en algunos otros más lejanos, y todos ellos confluyen en una expresión de alegría que le dura tan solo unos segundos.

Unos cuantos cafés después, y con algunas carpetas todavía a medio leer, la queja de las aspas de los ventiladores silenciándose y el ruidoso movimiento de algunas sillas generan una repentina acústica que rompe con el estadío onírico de Ricardo y le dan la señal de que la jornada ha llegado a su fin.

¡Dale play y escuchá el podcast!

Presuroso, esquiva uno a uno a los transeúntes citadinos que salen a su paso como en aquella casi ochentosa final. En el barrio de Palermo no hay camisetas mediterráneas a rayas blancas y azules que se interpongan en su camino, sino oficinistas encapotados con paraguas desplegados, que van quedando detrás de su paso, uno a uno.

Tampoco son las injusticias arbitrales o las especulaciones políticas las que lo hacen trastabillar como en aquella memorable noche cordobesa del 78’; ahora son las baldosas, grises y agrietadas, las que pretenden ahogar sus zapatos y demorar su derrotero hacia el subterráneo.

El lugar en el que vive, sombrío y bastante pequeño, lo recibe amablemente y le deja ver los últimos rayos de luz de un arcoiris que se esfuerza en una vana pelea con el ocaso inevitable, en una derrota que se sabe segura.

Prepara un sandwich, abre una lata de cerveza y se desploma en el sexagenario sillón del living. Enciende el televisor al mismo tiempo que acomoda una de sus piernas en el brazo del sofá. Busca cierta comodidad.

Su dedo pulgar solo deja de tocar los botones del control remoto cuando escucha el sonido de un mensaje de texto. Extraño, porque Ricardo, poco afecto a la comunicación virtual, silenciaba su teléfono. Es de esos que gustan más de la charla de café y el encuentro personal.

Pero el que escribe del otro lado es su padre.

José era un taxista viudo que rondaba los 60 años. Un porteño sufrido, maltratado por el agotamiento de la rutina. Su vida pasada había transcurrido entre muchas situaciones dramáticas, de pérdidas familiares y angustias existenciales que solo eran sosegadas por la presencia de su hijo, y por el equipo de sus amores. Si no fuera por ellos, a los que amalgamaba en un todo, y anteponía a cualquier motivo de su vida, quizás hubiera fantaseado con un trágico desenlace para sus días.

Ricardo, había heredado de él su pelo lacio, su porte delgado, erguida postura y esos hoyuelos en la sonrisa que su padre pocas veces revelaba. No mucho más.

Era diferente, sensible a las circunstancias. Conversador. Atento a los problemas de los otros. Amigo de la vida.

En casi todo momento estuvieron físicamente cerca, quizás por tenerse solos el uno para el otro. Pero había algo que al mismo tiempo los había distanciado en lo afectivo.

No sabían bien qué era. No podían traducirlo en un motivo concreto, pero cada uno desde sus adentros, sin que el otro lo supiera, se reclamaba esa separación, llena de culpa. En esos meses, la lejanía se había acentuado, unas viejas discusiones familiares habían vuelto a confrontarlos.

Luego de refregarse el rostro con sus propias manos, se incorpora levemente, y lee el mensaje: “Hijo, mañana te paso a buscar a las 4, no te olvides de llevar el carnet”.

Una sorpresa que lo colmó de felicidad porque su padre era para él, motivo de devoción, algo que nunca había puesto en palabras, y que jamás dejó que José lo supiese de su propia boca.

Inmediatamente, abandona el lúgubre living de su departamento, corre a su habitación y busca en el reservado cajón de sus bienes más preciados, la camiseta roja que José le había regalado para uno de sus cumpleaños.

Esa misma que lució su equipo en aquella final épica en tierras extranjeras, el más cariñoso recuerdo que guardaba con él y que a veces, cuando volvía a aparecer repentinamente en su mente, ni siquiera quería evocar, en un esfuerzo por perpetuarlo impoluto, bien lejos de cualquier cosa que pudiera estropearlo.

Muy lejos, aquel día, el de la final, Ricardo y José estaban parados uno al lado del otro en esa tribuna inhóspita y medio escondida en un rincón del inmenso estadio.

El equipo rival, al que las voces detractoras y el periodismo local habían enaltecido como un escollo imposible de superar, había empatado a quince minutos del cierre del partido, y la tragedia parecía sobrevenir.

El empuje de su gente, y el repliegue inevitable de las líneas defensivas parecían anunciar el presagio de la derrota y de un regreso a casa inimaginable.

El equipo de camiseta roja, sucumbía a su estado de ánimo, herido por el golpe.

Sin embargo, ya en tiempo adicionado, en un intento heroico de mantenerse fiel a su historia repleta de gestas internacionales, con un rápido contragolpe de pases con pelota al ras del piso, como dicta el paladar futbolero de los que creen en la dinámica de lo impensado, convierte el agónico segundo gol.

La caprichosa acaricia la red, y José y Ricardo, padre e hijo, se encontraron en un abrazo que nunca pudieron olvidar. Su equipo era campeón y otra vez, como tantas otras, era motivo de orgullo nacional.

A media mañana, Ricardo amanece después de un sueño un tanto sonámbulo, ceba unos mates, y con el calor de esa mañana veraniega, acompaña con algún bostezo los conocidos cantos de la hinchada que escucha en su teléfono. Se viste con su camiseta de aquella final, que guarda como una reliquia, como si se tratara de la más valiosa joya de su museo personal y afectivo, aunque las tiras blancas de sus mangas revelen algunas cicatrices del paso del tiempo, y su escudo a la altura del corazón, comience a perder algunos hilos bordados que todavía lo sostenían.

Cerca del horario que José le había anticipado, Ricardo recibe un nuevo mensaje que indica que su padre lo espera, uniformado tan solo con su gorro piluso, y que más allá de sus años, todavía luce estampadas las copas obtenidas en aquellas gestas memorables de las que tanto había escuchado hablar.

Las que le había contado José.

Esas historias que había oído tantas veces, descritas en esas interminables crónicas paternales, que siempre le relataba con una pasión inusitada, impropia de cualquier otra circunstancia de su vida, y que su hijo admiraba bastante y envidiaba no menos.

El saludo frío, pero genuino, una simultánea palmada en la espalda, se interrumpe por el arribo a la parada del colectivo amarillo y marrón, aquel que tenía como destino final la ciudad del equipo del que eran hinchas.

En esa larga travesía, que se pasea en el laberinto de calles y barrios que parecían ser conocidos solo por las guías de turismo, Ricardo y José, no cruzan palabras. Recién inicia su recorrido, y ya está repleto de hombres como ellos, todos con camisetas rojas. La fuerza del canto de algunos, y los aplausos de otros, parecen mover la cada vez más inestable marcha del viejo transporte. Ricardo, se acomoda en el fondo, y aprovechando su altura, se sostiene sólo con la presión de sus cinco dedos sobre el techo. José, al lado del conductor, se aferra al borde metálico de uno de los asientos.

El gentío los confunde, no les permite divisarse, pero una vez que pueden hacer contacto visual, José le hace un gesto inequívoco enseñándole su carnet, al que Ricardo responde con un movimiento de cabeza asentido.

En un claro ademán, ya hacia el final del viaje, José le señala a Ricardo donde deben bajarse, justo antes del hospital. Algo que ya sabía, debido a que ese mismo periplo lo había hecho innumerables veces, y podía memorizar cada esquina, cada bar y hasta cada graffiti que iba a apareciendo en el camino. Era quizás la primera escena de ese ritual de miércoles, de sábado o de domingo que ambos habían repetido juntos, en incontables oportunidades.

Una vez que el tropel desciende en la calle del prócer, más parecido a un apurado desembarco de soldados dispuestos al combate, Ricardo y José empiezan la pagana peregrinación. La única parada está tácitamente prevista en aquel puesto de comida ambulante, en el de siempre. El humo que despide la parrilla, el aroma a carne asada, el bullicio y los empujones para conseguir el que puede ser el último choripán, recrean otra pintura inconfundible, rematada por un sol abrasador que hace más vivos los colores rojos que destellan en la multitud.

Las diez cuadras que recorren juntos entre gorros, banderas y vinchas que se exhiben a sus costados, y que Ricardo nunca deja de mirar, los obligan, cuando el apremiante paso de los hinchas les permite caminar uno al lado del otro, a cruzar unas cuantas preguntas que no consiguen romper con esa incomodidad que les habían generado esas últimas discusiones, y que ninguno de los dos, aún ese contexto, pretendía superar.

Finalmente y luego de atravesar algunos vejatorios controles policiales, Ricardo y José doblan en la esquina donde se asoma la vieja tribuna techada que los espera.

Otro instante irrepetible en el que ambos automáticamente se detienen, y luego de contemplar, intercambian la primera mirada de complicidad, acompañada de una sonrisa amplia de satisfacción.

El ascenso por las escaleras, el impacto de la visual del césped y el reencuentro anónimo con los hinchas de siempre inmortalizan otra icónica fotografía tantas veces retratada en el corazón de padre e hijo.

Allí otra mirada cómplice, más suelta y hasta quizás afectuosa, que Ricardo y José se devuelven mutuamente con otra sonrisa.

Se ubican en la popular, a media altura, cerca del córner, en el hito referenciado por la marca desgastada del color pálido del cemento.

Su lugar en el mundo.

No logran sentarse, faltan veinticinco minutos para el inicio del partido y todos están de pie, hombro con hombro. Ricardo se ubica un escalón por encima de su padre y de esa manera, los dos pueden otear ese vasto horizonte verde que recrea plácidamente su panorama.

El colorido escenario está prácticamente dispuesto: el equipo de sus amores, se enfrenta a su clásico rival, el del celeste y blanco antagónicos, el de una historia gloriosa jamás vivida, el del barrio, el de toda la vida.

Y de repente, sin previo anuncio, las masas compactas de las tribunas de los cuatro costados comienzan a moverse de abajo hacia arriba como si fueran una sola cosa, al compás de la melodía de trompetas y bombos que aparecen en la parte baja de la grada, entronizadas con esa canción del buen amigo, ese manifiesto universal de amor a los colores.

El saludo del equipo con los brazos en alto, como arañando la eternidad, recuerda al mundo los valores de su cuadro, y en un trance místico solo apto para entendidos, esos jugadores se impregnan de la gloria de otras épocas y sellan a fuego, en cada alma de ese centenario estadio, el sentido de pertenencia al amor de su vida.

Y es en el cántico posterior, en ese grito de guerra que ruge al unísono cada vez que nombra el color de su camiseta, en donde Ricardo y José se vuelven a mirar y se sonríen, como queriendo decirse el uno al otro lo que hace mucho tiempo no se confiesan.

El partido comienza, y los nervios se hacen cada vez más notorios en los movimientos de los jugadores de ambos lados. Ni siquiera ese ignoto número 10 del equipo rojo, del que se espera que pueda marcar la diferencia entre tanta mezquindad, consigue romper con el abúlico juego de las defensas mecánicamente trabajadas.

Aquel 10 que recibe sobre su espalda la pesada herencia de rendirle honores al gusto futbolístico de todo ese público, y que carga con la obligación de tener que emular, aunque sea por un ratito, al ídolo del Ídolo nacional. Aquel Mago zarateño, cuyo apellido resuena siempre perenne en las páginas más épicas del libro del deporte criollo, sinónimo de pierna templada como recita aquel himno, y de elegantes pasos de baile, de inteligencia intuitiva, cubierto siempre de gloria y de fidelidad a los colores. El que representa en un solo jugador a toda la simbología de ese saludo inicial.

Ese del que José tanto le había hablado a Ricardo en su infancia, llenándolo de anécdotas, y al que sin haberlo visto personalmente, se refería como si se tratara de su mejor amigo.

El match discurre entre posesiones inofensivas, arteras patadas y algún remate de larga distancia que se pierde muy por encima del palo mayor.

Se nota a las claras que los protagonistas no quieren serlo, y se prestan la pelota, como deslindándose de compromiso alguno por el juego.

Ese estilo vistoso y definido de otros tiempos mejores, eternamente reclamado por el paladar tan característico del hincha del equipo rojo, es ahora, una vieja película que parecía haber pasado de época.

Sucede lo inesperado.

Restan cinco minutos para el epílogo cuando en campo propio el marcador de punta derecho recibe con el pecho un bárbaro rechazo del arquero rival que deja caer el balón muerto en su botín. Se desmarca, luego de forcejear con el número 11 contrario que intenta perseguirlo, empuja el balón con tres toques cortos, y con el revés del mismo pie se lo cede al mediocampista que ocupa el centro del terreno de juego. Con cabeza levantada, el 5, después de un giro sobre sí mismo, deja un rival en el camino, y suelta la pelota al 10, a ese 10 que en un rapto fugaz de inspiración, alentado por la gente, en una sola jugada se convierte en aquel ídolo y después de dos o tres paredes ensayadas con el centro delantero, toca suave, con la punta del zapato, al palo más lejano del arquero, que queda despatarrado a la altura del punto del penal, inmortalizado para la posteridad, y que en definitiva no puede evitar que la pelota se acomode al fondo de la red, contra un rincón.

El éxtasis. El instante sublimado.

Las gradas parecen derrumbarse y las gargantas de todos los hinchas se llenan del mismo grito.

José, que por el reflejo del sol del atardecer no puede distinguir a los autores de la obra, se da vuelta buscando a Ricardo en medio del temblor.

Sus ojos desorbitados y su boca abierta llena de gol sólo recobran su compostura cuando en medio de la eufórica turba puede reconocer a su hijo, y ahí, aflora una sonrisa distinta a las anteriores. Una expresión serena y placentera que definitivamente desnuda esos hoyuelos que tantas veces le había escondido al mundo.

Ricardo replica con exactitud ese gesto.

Y los dos se funden en ese resucitado abrazo. El que se debían hace tanto tiempo.

Tan liberador, que no demanda explicaciones o disculpas por cualquier circunstancia que la vida haya elegido para distanciarlos. Ese reencuentro compartido.

Ese abrazo que no es el único del estadio, pero que Ricardo y José creen exclusivo, como si hubiese estado reservado para ellos.

Un momento tan breve y eterno a la vez, indescriptible e incomprendido por aquellos que no gustan de la cosa más importante de las cosas menos importantes de la vida.

Ese abrazo sincero. Apretado.Hasta casi doloroso.Que se afirma en la piel y se graba en el alma con cada grito de gol que se repite una y otra vez.

Ese abrazo especial, que espera su momento y que lo hace distinto a cualquier otra manifestación de amor. El abrazo esperado que un padre y un hijo nunca dejarán de regalarse.

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