Esta es la historia de Guillermo, uno de los tantísimos hinchas que día a día entran a InfiernoRojo y eligió compartir con nosotros y con todos ustedes, una de las muchas historias de vida ligadas a Independiente.
Solíamos apurar el almuerzo cada uno por su lado, ninguno sabía que el otro también estaba haciendo los cálculos para llegar a tiempo. Con la inocente ansiedad con que se va en búsqueda de la primera novia en la adolescencia apurábamos el paso y casi seguro que el destino y la poca frecuencia que desde siempre tuvo el ferrocarril Roca nos hacía coincidir en la estación de Luis Guillón.
De lejos al principio una leve seña, después el apretón amistoso de su mano generosa (en los 80′, el beso todavía quedaba reservado para familiares y amigos cercanos) y después su tímida pregunta. ¿Vamos juntos?. Así, lenta y más segura como era la vida antes, nos encontrábamos puntuales en el andén cada domingo, víctimas de un pacto feliz. No había celulares ni mensajes de texto como para maniobrar una excusa, las palabra se daba una semana antes y a la otra se cumplía. Por suerte nunca recibí una solicitud de amistad, ni él tampoco una mía. Ejercimos ese acto mágico sin estridencias ni prolegómenos, sin wifi ni 3G. Así funcionó de maravillas, unplugged.
Como tampoco éramos víctimas del marketing no teníamos una puta remera de Independiente, él se ponía una vincha roja en el pelo y… ay mamá, parecía un aborigen presto al combate. El tiempo lo fue vistiendo primero con un gorro tipo Piluso y llegados los 90 ya pudo comprarse su remera Adidas. ¡Que feliz estaba!
Como tampoco éramos víctimas de la violencia compartíamos nuestros viajes con los muchachos de Guillón que iban a ver a otros equipos. Claro que les deseábamos lo peor en lo deportivo pero en silencio, aún si fueran hinchas de los vecinos de enfrente. Cada uno ama lo que tiene y tiene lo que ama.
Con el tiempo nos dimos cuenta que el compartido amor por Independiente de Avellaneda nos había hecho compartir no solo goles, festejos y desilusiones sino también asados, viajes, hijos. Cada uno le mostró al otro los suyos como el mayor de los logros y el otro los celebró también como si fueran suyos, levantándolos en el aire, besándolos como el más bello e importante de los trofeos.
Un día Ramón no vio el tren y yo de algún modo me quedé solo en ese andén esperándolo inútilmente. En su cajón dejé mi gorro tipo Piluso con la firma de Bochini que para nosotros era más que Messi y que Maradona juntos, no sea cosa que en el cielo no supieran que ese hombre bueno era fanático del Diablo.
Ayer el club celebró el aniversario N° 30 de la obtención de su segunda Copa Intercontinental y allí estuve con uno de los dos trofeos que Ramón supo legarme y a la que cada tanto suelo darle brillo de agradecida amistad. Ivancito su hijo me acompañó al Libertadores de América a celebrar los hombres que hicieron feliz a su padre y en un extraño giro del tiempo y del espacio sentí que Ramón estaba acompañándonos, haciéndole un corte de mangas a la muerte y riendo con la frescura inocente con la que compartimos el amor por el rojo. Amor inexplicable, claro, inútil e imperecedero como el de todo hincha de veras por su club.
Mientras un Buffarini extremadamente gordo ayer ponía el empate frente a los veteranos de Olimpia me abracé a Iván. El mismo Bufarini, 30 años antes, había logrado a falta de un minuto el pase de ronda frente a los duros guerreros paraguayos y en ese mismo estadio nos fundíamos en un abrazo eterno con mi amigo Ramón.
Vaya ese signo, miré de reojo y en una nube sobre la calle Bochini, con el Piluso puesto autografiado por el viejo maestro de las mil hazañas, estaba Ramón celebrándonos.
¡Salud amigo y hasta la vuelta!
Guillermo Gill, Luis Guillón. 8/12/2014
